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DOBLE CRIMEN EN LA PUEBLA DE CAZALLA

Este atroz y cruel crimen ocurrió en el año 1987, en un pequeño pueblo llamado "La Puebla de Cazalla" ubicado en Sevilla, Andalucía.  

Ajenos al ajetreo de casetas y ruidos insoportables procedentes de los cacharritos de feria, los hermanos José, Juan, Antonio y Dulce Nombre Reina Muñoz repitieron aquella noche el ritual de tantos pueblos andaluces, y tras la cena permanecieron un buen rato charlando, a la puerta de su casa, en el número 51 de la calle Mesones, de La Puebla de Cazalla.

Sentados en humildes sillas, los cuatro disfrutaron del frescor de la noche hasta que, ya al filo de las doce, Juan se mostró cansado y se marchó camino del campo de viñas cercano al pueblo donde solía dormir.

La marcha de Juan dio pie a la retirada de los demás, que se encaminaron a sus habitaciones sabedores de que el siguiente no sería un día normal, pues el alcalde se había comprometido con ellos a que un coche los recogería para llevarlos a la comida que el Ayuntamiento organizaba en el Hogar del Pensionista con motivo de la feria.

Una comida a la que Antonio, ex vendedor de la Once ciego de 77 años, y Dulce Nombre, viuda de 70, nunca hubieran podido asistir.

La muerte se encargaría de ello.

Sólo habían transcurrido unas horas de aquella fraternal tertulia cuando por el pueblo, como una inmensa mancha de aceite, se extendía la noticia de que a Antonio «el Portañuela» y a su hermana Dulce los habían degollado mientras dormían, muy probablemente para robarles, pues era sabido que en la casa había movimiento de dinero por parte de la mujer, que solía comprar joyas usadas a vendedores esporádicos y no muy recomendables.

Los cadáveres habían sido descubiertos José, el único de los tres ocupantes de la vivienda de la calle Mesones que logró salvarse de la masacre, de la que dijo no haberse enterado porque siempre dormía bajo los efectos de somníferos. No de otra manera podría explicarse que el viejo zapatero, de 73 años, permaneciera ajeno al asesinato de sus dos hermanos y, sobre todo, a la tortura que previamente sufrió Dulce Nombre hasta que su asesino le propinó un tajo brutal en el cuello que prácticamente le separó la cabeza del tronco.

Dos años atrás, de día, los habitantes de la casa habían sufrido un robo en el que los ladrones de apoderaron de doce mil pesetas, lo que desde entonces les llevó a tomar precauciones extremas a la hora de acostarse; tanto que la propia Dulce Nombre, cuya habitación daba a la calle, dormía con la ventana cerrada a cal y canto, una circunstancia que previsiblemente impidió que los vecinos o algún paseante noctámbulo pudieran oír sus desesperados gritos de auxilio.

Pero aún con todas las precauciones tomadas, la casa seguía siendo vulnerable, especialmente a través del patio trasero, con fachada a la calle de la Cilla. Y el asesino lo sabía, de la misma manera que también conocía la distribución de la casa.

Por aquel patinillo se coló para dirigirse directamente a la habitación que ocupaba Dulce Nombre, a la que sorprendió ya en la cama. Durante un rato, el criminal, provisto de un arma blanca de grandes dimensiones, torturó a la mujer pinchándola en diversas partes del cuerpo. Buscaba algo concreto que ella no quiso darle o no estaba en disposición de entregarle por más que aquel tormento siguiera.

Fue entonces cuando un tajo brutal, propio de un individuo joven y corpulento, le segó el cuello, haciéndola caer como un fardo, boca arriba, sobre su propia cama.

Los gritos de la mujer debieron oírse en toda la casa, hasta el extremo de despertar a Antonio, que dormía en una habitación del piso de arriba.

Pese a su ceguera, «el Portañuela», llamándola a gritos, se tiró de la cama e intentó ir en ayuda de su hermana, pero el asesino ya estaba en su cuarto. Él lo notó e intentó hacerle frente, pero poco podía hacer ante un hombre que lo aventajaba en edad y, sobre todo, en visión. Los navajazos se sucedieron uno tras otro hasta que el último, también en el cuello, le arrancó la vida.

Antonio se desplomó de rodillas y cayó de bruces sobre la cama, de espaldas a la puerta por la que había entrado su asesino. En sus brazos quedaban claros signos de haberse intentado defender mientras al acero del cuchillo se clavaba en su cuerpo.

Cuando los cadáveres fueron hallados pudo comprobarse que el criminal sólo se había dedicado a revolver el cuarto de Dulce Nombre. Pero no se llevó nada; ni dinero, joyas. Ni tan siquiera despojó a su víctima de las alhajas personales que portaba. Su búsqueda era concreta y sólo él y su víctima sabía de qué se trataba.

Más tarde, la autopsia constataría que el asesino de los ancianos, en su orgía de muerte, llegó a emplear tal violencia contra ellos que se arrancó sus propias uñas al hundir el cuchillo en el cuello de sus víctimas.

Eran las únicas pruebas del atroz crimen, dos uñas; una hallada en el cuerpo del hombre y la otra en el de la mujer, y ambas de la misma persona.

A partir de ese elemento, la investigación se centró en los delincuentes del pueblo y sus alrededores, sobre todo si habían tenido alguna relación con la casa del crimen.

Y apareció un sospechoso. Joven, fuerte y con dos uñas menos.

Sólo quedaba demostrar su participación en los asesinatos.

Sin ADN que por entonces pudiera corroborar la identidad del sospechoso a partir de las uñas, la medicina forense del momento se inclinó por aconsejar que se esperara a que al sospechoso le crecieran nuevamente para estudiar sus raíces.

Naturalmente, el presunto asesino desapareció después de haber comenzado la investigación en su contra, y el caso entró en vía muerta.

Nunca se resolvió.


VÍDEO TRATANDO ESTE CASO:




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